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jueves, 28 de mayo de 2015




AFORISMOS Y DECIRES - (1958 - 2008)
Miguel Oscar Menassa

295 - Soy un grupo, una partícula de luz. Cuando miro, me incluyo en la mirada.

299 - Ahora lo sé: la soledad para un hombre culto no existe, o cuando existe
          es vicio o altura, nunca sufrimiento, nunca espera de nada.

302 - El hombre, en general, creyendo que la locura no es un hecho social,
         se la atribuye al otro. Creyendo que la gloria es un suave encuentro
         con la madre, no puede compartirla.

miércoles, 27 de mayo de 2015

Conversación de Kafka con Oskar Baum [otoño de 1904]

Cuando uno no tiene necesidad de distraer de los acontecimientos mediante ocurrencias estilísticas, la tentación para hacerlo es más fuerte. (B.K. 96)  Por fin, después de cinco meses de mi vida durante los cuales no he podido escribir nada que me pudiera contentar, y que no me serán restituidos por ningún poder, aunque todos debieran estar obligados a ello, se me ocurre hablarme de nuevo a mí mismo. Hasta ahora todavía había contestado siempre cuando me preguntaba de verdad; en este aspecto siempre se podía sacar algún provecho de ese montón de paja que yo soy desde hace cinco meses, y cuyo destino parece que sea el de ser incendiado en verano para que las llamas lo consuman con mayor rapidez de lo que pestañea el observador. ¡Ojalá me ocurriera esto a mí! Y me habría de ocurrir diez veces, pues ni tan sólo me arrepiento de esa infeliz época. Mi situación no es de infelicidad, pero tampoco de felicidad, no es de indiferencia, ni de debilidad, ni de cansancio, ni otro interés; entonces ¿qué es? El que yo no lo sepa, quizás esté relacionado con mi incapacidad para escribir. Y a ésta creo comprenderla, sin conocer su razón. Resulta que todas las cosas que se me ocurren, no se me ocurren desde la raíz, sino hacia algún lugar de su mitad. Que alguien intente agarrarlas así, intente alguien agarrarse a una hierba que sólo comienza a crecer a medio tallo. Eso sólo lo pueden unos pocos, por ejemplo los acróbatas japoneses que suben por una escalera que no está apoyada en el suelo, sino sobre las suelas levantadas de un hombre medio echado, y que no se apoya en la pared, sino que sube por el aire. Yo no sé hacerlo, aparte de que mi escalera no tiene a su disposición esas suelas.
Claro que eso no lo es todo, y una pregunta así no me hace hablar. Pero cada día debería haber por lo menos una línea dirigida contra mí, tal como ahora todos dirigen los telescopios contra el cometa. Y si alguna vez apareciera yo ante esa frase, atraído por ella, tal como me ocurrió por ejemplo durante las últimas Navidades, cuando logré aguantarme en el último instante y cuando realmente parecía estar en el último peldaño de mi escalera, que sin embargo estaba fija en el suelo y apoyada en la pared. ¡Pero qué suelo, qué pared! Y sin embargo, aquella escalera no cayó, tanto la apretaron mis pies contra el suelo, tanto la alzaron mis pies contra la pared. (T. 11 ss.)

Oleo Sobre Lienzo, Miguel Oscar Menassa

Mirando la nostalgia, año 2000.


Miguel Oscar Menassa: "Ella no podía, pero como era para mí, podía, ¿detrás de que lujuria quiero escapar contigo?

"Huyo también de los claros manantiales donde se refugian los idiotas"

"Soy el que se contesta a sí mismo, una piedra en el camino de cualquier progreso"

Espejismo sin límites esta materia gris que me acoge.
¡Que locura!

LA INTEMPERIE DEL DISCURSO

Querido:
               Creo que fue el culto al idealismo lo que me ha desviado tantas veces. Cuando Ud. no pudo respirar, pedí a los picos de los Himalayas aire de las alturas.
               Francamente, escribo para encontarme con Ud. entre las letras, esa es toda la pasión que nos une y no es poco decir, por eso a veces Ud. me hace enmudecer, para que no se lo diga, para que no lo confunda, para que sea escritura nuestra relación. Un amor entontecido por el saber.
               Me alegro saberlo un sobreviviente. Después pensé en mí, la imagen perfecta de mí ya que se trataba de decirle a Ud. y recordé: Hija adorada por su padre, envidiada por su madre, hermana sabia y cariñosa de un humor sorpendente, jóven novia de todo el universo. Una mujer del mundo sin identidad aceptada, nadie pudo nunca saber quien era.
               Tuve miles de amigos y enemigos, como si hubiese construído un tablero, con la misma cantidad de fichas para unos y para otros.
                Fui una lectora perspicaz, desechaba profundamente al escolasticismo.
                Cuando me fuí de su lado Ud. se quedó sin aire y yo temí al volver, quedarme a solas con su escritura.

(del libro de Lucía Serrano "Blues para la corona") 

domingo, 24 de mayo de 2015

ARTHUR RIMBAUD - DELIRIOS




I


VIRGEN LOCA


EL ESPOSO INFERNAL 
Escuchemos la confesión de un compañero
de infierno:
“Oh divino Esposo, mi Señor, no rehuses
la confesión de la más triste de tus siervas.
Estoy perdida, ebria. Soy impura.
¡Qué vida!
“¡Perdón, divino Señor, perdón! ¡Ah!
¡perdón! ¡Cuántas lágrimas! ¡Y cuántas lágrimas
todavía para después, espero!
“¡Más tarde, conoceré al divino Esposo!
Nací sometida a Él. —¡Ahora puede golpearme
el otro!
“Actualmente, ¡estoy en el fondo del
mundo! ¡Oh mis amigas!... no, no son mis
amigas... Jamás hubo delirios ni torturas
semejantes... ¡Qué tontería!
“¡Ah! sufro, grito. Sufro verdaderamen-
te. Cargada con el desprecio de los más
despreciables corazones, todo me está permitido
sin embargo.
“En fin, hagamos esta confidencia, a
condición de poder repetirla otras veinte
veces, —¡tan opaca, tan insignificante!
“Soy esclava del Esposo infernal, de
aquel que perdió a las vírgenes locas. Es
ciertamente ese demonio. No es un espectro,
no es un fantasma. Pero a mí que perdí
la prudencia, que estoy condenada y muerta
para el mundo, —¡no me matarán!—
¡Cómo os lo describiré! Ya ni siquiera sé
hablar. Estoy de luto, lloro, tengo miedo.
¡Un poco de frescura, Señor, si quieres, si
tú así lo quieres!
“Soy viuda... —Era viuda...— pero
sí, antes era muy seria, ¡y no nací para
convertirme en esqueleto!... El era casi
un niño... Sus misteriosas delicadezas me
sedujeron. Olvidé todo deber humano por
seguirlo. ¡Qué vida! La verdadera vida está
ausente. No estamos en el mundo. Yo
voy adonde él va, es necesario. Y él se encoleriza
a menudo conmigo, conmigo, la
pobre alma. ¡El Demonio! —Es un Demonio,
ya lo sabéis, no es un hombre.
“El dice: “No amo a las mujeres. Hay
que reinventar el amor, ya se sabe. Ellas
sólo pueden ambicionar una posición segura.
Obtenida, corazón y belleza se dejan
a un lado: sólo queda frío desdén, único
alimento del matrimonio de hoy. O bien encuentro
mujeres con los signos de la felicidad,
a quienes yo hubiera podido trasformar
en buenas camaradas mías, devoradas
desde el comienzo por brutos sensibles
como hogueras...”

“Le escucho convertir la infamia en una
gloria, la crueldad en un encanto. “Soy de
raza lejana: mis padres eran escandinavos:
se atravesaban las costillas, bebían su propia
sangre. —Yo cubriré de incisiones todo
mi cuerpo, me tatuaré, quiero volverme
horrible como un mongol: ya verás, aullaré
por las calles. Quiero enloquecer de rabia.
Nunca me muestres joyas, me arrastraría
y me retorcería sobre la alfombra.
Mi riqueza, la querría toda manchada de
sangre. Jamás trabajaré...” Muchas noches,
su demonio se apoderaba de mí, y
rodábamos juntos, ¡y yo luchaba con él!
—Otras, a menudo, ebrio, acecha en las
calles o en las casas, para asustarme mortalmente.
“Con toda seguridad me cortarán
la cabeza; será “repugnante”. ¡Oh!, ¡esos
días en que desea andar con aire de crimen!
“A veces habla, en una especie de jerga
enternecida, de la muerte que hace arrepentir,
de desdichados que ciertamente
existen, de trabajos penosos, de despedidas
que desgarran los corazones. En los
tugurios donde nos embriagábamos, lloraba
al pensar en la gente que nos rodeaba,
rebaño de la miseria. Levantaba a los
ebrios en las negras calles. Sentía la piedad
de una mala madre por las criaturas. —Se
alejaba con gentileza de niñita que va al
catecismo. —Simulaba conocerlo todo, ce
mercio, arte, medicina. —Yo lo seguía,
¡como corresponde!

“Veía todo el decorado con que se rodeaba
mentalmente: vestimentas, telas,
muebles; yo le prestaba armas, otro rostro.
Veía cuanto le concernía, como él hubiera
querido crearlo para sí mismo. Cuando su
espíritu parecíame inerte, lo seguía, lejos,
en acciones extrañas y complicadas, buenas
o malas: estaba segura de no penetrar jamás
en su mundo. Junto a su querido cuerpo
dormido, cuántas horas nocturnas he
velado, preguntándome por qué ansiaría
tanto evadirse de la realidad. Jamás ningún
hombre hizo semejante voto. Reconocía
—sin temer por él— que podría representar
un serio peligro para la sociedad.
¿Tendrá acaso secretos para cambiar la
vida.? “No, sólo los busca”, me respondía.
En fin, su caridad está hechizada, y yo soy
su prisionera. Ninguna otra alma tendría
fuerza suficiente —¡fuerza de desesperación!—
para soportarla, para ser protegída
y amada por él. Por lo demás, no lo
imaginaba con otra alma: uno ve a su propio
Ángel, nunca al Ángel de otro, creo.
Yo residía en su alma como en un palacio
que se ha desocupado para no recibir a
una persona tan innoble como vosotros:
eso es todo. ¡Qué vamos a hacerle! Yo
dependía de él enteramente. Pero ¿qué
pretendía con mi opaca y pusilánime existencia?
¡El no conseguía que fuese mejor,
sino haciéndome morir! “Te comprendo.”
Él se encogía de hombros.
 “Así, mi pena se renovaba sin cesar, y
encontrándome cada vez más perdida ante
mis propios ojos —¡como también ante los
de aquellos que hubieran querido fijarse en
mí, si no hubiese estado condenada para
siempre al olvido de todos!— sentía más y
más hambre de su bondad. Con sus besos
y sus cariñosos abrazos aquello era un verdadero
cielo, un sombrío cielo en el que yo
penetraba, y en el cual hubiese querido
que me dejaran, pobre, sorda, muda, ciega.
Ya me iba habituando a ello. Yo nos
veía como dos buenos niños que pueden
pasearse libremente en el Paraíso de la tristeza.
Nos compenetrábamos. Llenos de
emoción, trabajábamos juntos. Pero, despues
de una penetrante caricia, él me decía:
“Qué extraño te parecerá todo lo que
has pasado, cuando ya no esté. Cuando ya
no tengas mi brazo bajo tu cuello, mi corazón
para que reposes, ni esta boca sobre
tus ojos. Porque tendré que irme, muy
lejos, algún día. Pues tengo que ayudar a
otros: es mi deber. Aunque sea tan poco
apetecible... alma querida...” En seguida
yo me presentía, ya lejos de él, presa
de un vértigo que me precipitaba en las
más horribles de las sombras: la muerte.
Le hacía jurar que no me abandonaría.
Veinte veces, hizo esta promesa de amante.
Era tan frívolo como yo cuando le
decía: “Te comprendo”.
 “¡Ah! Jamás me inspiró celos. Creo
que no me abandonará. ¿Qué sucedería?
Carece de relaciones; no trabajará jamás.
Quiere vivir sonámbulo. ¿Bastarían su
bondad y su caridad para darle derecho al
mundo real? Hay instante en que olvido
la miseria en que he caído: él me hará fuerte,
viajaremos, casaremos en los desiertos,
dormiremos sobre el pavimento de ciudades
desconocidas, sin cuidados, sin penas.
O despertaré, y las leyes y las costumbres
habrán cambiado —gracias a su poder mágico—,
el mundo, aunque siga siendo el
mismo, me permitirá entregarme a mis deseos,
a mis alegrías, a mis indolencias. ¡Oh!
la vida de aventuras que existe en los libros
de los niños ¿me la darás como recompensa
por todo lo que he sufrido? No puede.
Ignoro su ideal. Me ha dicho que tiene
penas, esperanzas: no debo inmiscuirme en
eso. ¿El habla con Dios? Tal vez yo debiera
dirigirme a Dios. Estoy en lo más hondo
del abismo, y ya no sé rezar.
“Si me explicase sus tristezas, ¿las comprendería
mejor que sus sarcasmos? Me
ataca, pasa horas enteras avergonzándome
por todo lo que pudo conmoverme en el
mundo, y se indigna si lloro.
“—Ves a ese elegante joven, penetrando
en la hermosa y calma mansión: se llama
Duval, Dufour, Armando, Mauricio, ¿qué
sé yo? Una mujer se ha consagrado a querer
a ese maligno idiota: está muerta, con
seguridad ahora es una santa en el cielo.
Tú me matarás como él mató a esa mujer.
Es nuestro destino, el destino de los corazones
caritativos...” ¡Ay! algunos días
se le antojaba que todos los hombres laboriosos
eran juguetes de delirios grotescos;
se reía largo rato, espantosamente. Luego
recobraba sus modales de joven madre, de
hermana querida. ¡Si fuera menos salvaje,
estaríamos salvados! Pero su dulzura tam-
bien es mortal. Yo estoy sometida a él.
¡Ah! ¡Si seré loca!
“Quizás algún día él desaparezca maravillosamente;
¡pero necesito saber si subirá
a un cielo, y presenciar, aunque sea en parte,
la asunción de mi amiguito!”
¡Vaya una pareja!


II

ALQUIMIA DEL VERBO

¡A mí! La historia de una de mis locuras.
Desde tiempo atrás me vanagloriaba de
poseer todos los paisajes imaginables, y me
parecían irrisorias todas las celebridades de
la pintura y la poesía modernas.
Gustaba de las pinturas idiotas, ornamentos
de puertas, decorados, telas de saltimbanquis,
enseñas, iluminadas estampas
populares; la literatura pasada de moda,
latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía,
novelas de nuestras abuelas, cuentos de
hadas, pequeños libros de infancia, viejas
óperas, estribillos bobos, ritmos ingenuos.

Soñaba cruzadas, viajes de descubrímiento
 
sobre los que no existen relaciones,
repúblicas sin historia, guerras de religión
sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos
de razas y de continentes:
creía en todos los encantamientos.

¡Inventaba el color de las vocales! —A
 
negra, E blanca, I roja, O azul, U verde—.
Regía la forma, el movimiento de cada consonante,
y, con ritmos instintivos, me jactaba
de inventar un verbo poético, accesible,
un día u otro, a todos los sentidos.
Reservaba la traducción.
Al comiendo fue un estudio. Escribía
silencios, noches, anotaba lo inexpresable.
Fijaba vértigos:
Lejos ya de rebaños, de pájaros, de
aldeanos,
¿qué era lo que bebía
entre aquella maleza, de rodillas,
en ese tierno bosque de avellanos
y ese brumoso y tibio mediodía?
¿Qué era lo que bebía
en ese joven Oise,
—¡olmos sin voz, oscurecido cielo, césped
sin una flor!—
en esas amarillas calabazas,
lejos ya de mi choza, tan amada?
Un licor de oro insípido que nos baña en
sudor.
Hacía yo de enseña dudosa de hostería.
—Una tormenta vino a perseguir los cielos.
En la virgen arena
el agua de los bosques se perdía,
y el vendaval de Dios
su granito arrojaba a la marea,
en el atardecer.
Oro veía, llorando —y no pude beber.
Hasta la aurora, en verano,
el sueño de amor perdura.
Bajo el follaje se esfuma
la noche que festejamos.
Allí, en sus vastos talleres
—y ya en mangas de camisalos
Carpinteros trajinan
bajo el sol de las Hespérides.

En espumosos Desiertos
 
tranquilos arman los techos,
donde, luego, ha de pintar
falsos cielos, la ciudad.
¡Oh, por esos Artesanos
de algún rey de Babilonia
deja, Venus, los Amantes
de alma en forma de corona!
¡Oh Reina de los Rebaños,
obsequiales aguardiente!
¡Que en paz; su fuerza se encuentre,
mientras esperan el baño
en el mar más meridiano!
Las antiguallas poéticas formaban gran
parte de mi alquimia del verbo.
Me habitué a la alucinación simple:
veía con toda nitidez una mezquita en
lugar de una fábrica, una escuela de tambores
erigida por ángeles, calesas por las
rutas del cielo, un salón en el fondo de un
lago; los monstruos, los misterios; un título
de sainete proyectaba espantos ante mí.

¡Después explicaba mis sofismas mági-
 
cos por medio de la alucinación de las
palabras!
Terminé por encontrar sagrado el desorden
de mi espíritu. Permanecía ocioso,
presa de pesada fiebre: envidiaba la felicidad
de las bestias —las orugas, que representan
la inocencia de los limbos, los
topos ¡el sueño de la virginidad!
Mi carácter se agriaba. Me despedía
del mundo en una especie de romanzas:



CANCIÓN DE LA MÁS ALTA TORRE
 

¡Que venga! ¡Que venga!
 
el tiempo que nos prenda.
Tuve tanta paciencia
que por siempre olvidé.
Sufrimientos, temores
a los cielos se elevan.
Y la malsana sed
oscurece mis venas.
¡Que venga! ¡Que venga!
el tiempo que nos prenda.
Tal como una pradera
entregada al olvido,
se expande, florecida
de inciensos y cardones,
al huraño zumbido
de sucios moscardones.
¡Que venga! ¡Que venga!
el tiempo que nos prenda.

Amaba el desierto, los vergeles quemados,
 
las pequeñas tiendas marchitas, las
bebidas tibias. Me arrastraba por calles
hediondas y, con los ojos cerrados, me ofrecía
al sol, dios de fuego.
“General, si queda un viejo cañón sobre
tus ruinosas murallas, bombardéanos con
bloques de tierra seca. ¡A los cristales de los
espléndidos almacenes! ¡a los salones! Que
la ciudad trague su polvo. Oxida las gárgolas...
Colma los tocadores con polvos
de rubí ardiente...”
¡Oh! ¡el ebrio moscardón en el mingitorio
de la posada, enamorado del sedimento,
y al que un rayo disuelve!


HAMBRE
 

Si es que algún gusto me queda
 
es por la tierra y las piedras.
Me desayuno con viento,
peñascos, carbones, hierro.
¡Den vueltas, mis hambres!
Las hambres, ¡que pasten
en prado de sones!
¡Que atraigan la suave,
la alegre ponzoña
de las amapolas!
Coman riscos que alguien quiebra,
antiguas piedras de iglesia
o de diluvios de antaño;
panes de los valles pálidos.

Aullaba bajo la fronda
 
el lobo escupiendo plumas
de un volátil desayuno:
como él ¡ay! yo me consumo.
Las frutas, las ensaladas,
sólo esperan la cosecha;
pero en el soto la araña
no ingiere más que violetas.
¡Que yo duerma, que yo hierva!
en aras de Salomón.
Corre el caldo por la herrumbre
para mezclarse al Cedrón.
En fin, ¡oh dicha! ¡oh razón!, aparté del
cielo el azul, que es negro, y viví, chispa
de oro, de la luz naturaleza. De alegría,
adoptaba la más bufonesca y extraviada
expresión posible:
¡Se la volvió a encontrar!
¿Qué? la eternidad.
Es el sol mezclado
al mar.
Cumple tu voto alma eterna
pese a los fuegos del día
y de la noche desierta.
Así pues tú te desprendes
de los sufragios humanos
y entusiasmos cotidianos
para alzar vuelo... según.
—Ya se alejó la esperanza,
nunca ya más orietur.
Tan sólo ciencia y paciencia.
El suplicio es sin albur.
Ha sucumbido el mañana.
Brasas ardientes de raso,
es el deber vuestras llamas.
Se la volvió a encontrar.
—¿Qué?— la eternidad.
Es el sol mezclado
al mar.
Me trasformé en una ópera fabulosa:
vi que todos los seres tienen una fatalidad
de dicha: la acción no es la vida, sino una
forma de malgastar una fuerza, un enervamiento.
La moral es la debilidad del cerebro.
Me pareció que, a cada ser, se le debían
muchas otras vidas. Ese señor ignora lo
que hace: es un ángel. Esta familia es una
carnada de perros. Ante muchos hombres,
conversé en voz; alta con un momento de
una de sus otras vidas. —Así, amé a un
cerdo.
Ninguno de los sofismas de la locura
—de la locura que se recluye—, fue olvidado
por mí: podría repetirlos todos, poseo
el sistema.
Mi salud peligró. El terror llegaba. Caía
dormido durante días enteros, y, despierto,
continuaba los sueños más tristes. Me encontraba
maduro para la muerte, y por una
ruta de peligros mi debilidad me conducía
a los confines del mundo y de la Cimeria,
patria de la sombra y de los torbellinos.
Debí viajar, disipar los encantamientos
acumulados en mi cerebro. Sobre el mar,
al que amaba como si él debiera lavarme de
un estigma, veía elevarse la cruz; consoladora.
Yo había sido condenado por el arco
iris. La Dicha era mi fatalidad, mi remordimiento,
mi gusano: mi vida sería siempre
demasiado inmensa para ser consagrada a la
fuerza y a la belleza.
¡La Dicha! Su diente, dulce para la
muerte, me advertía al cantar el gallo —ad
matutinum, al Christus venit—, en las más
sombrías ciudades:
¡Oh estaciones! ¡Oh castillos!
¿qué alma carece de vicios?
El mágico estudio yo hice
de la dicha ineludible.
¡Salud! a ella, cada ves
que canta el gallo francés.
¡Ah! no tendré más codicia.
Se ha encargado de mi vida.
Su encanto invade alma y cuerpo
y dispersa todo esfuerzo.
¡Oh estaciones! ¡Oh castillos!
El instante, ¡ay! de su fuga
será el mismo de la tumba.
¡Oh estaciones! ¡Oh castillos!
Eso ha terminado. Hoy sé saludar a la
belleza.

                                         ARTHUR RIMBAUD (FRANCIA, 1854-1891)
                                           Traducción de Oliverio Girondo y Enrique Molina




Carta para Alejandra Pizarnik en el país de la inocencia.

Por Antonio Requeni


Querida Alejandra:

Hoy estuve caminando por tus calles, esas calles que nos vieron andar juntos hace más de cincuenta años. Éramos muy jóvenes. Vos, una chiquilina de pelo rubio y ojos claros, ensanchados por el asombro, te parecías a Alicia en el País de las Maravillas. Hablábamos de poesía sin que el tema se nos acabara nunca. Hablábamos también de seres cuyo descubrimiento y amistad iban enriqueciendo tu alma. Recuerdo tu fascinación ante los paisajes perturbadores que te invitó a transitar el pintor Batlle Planas. No olvido tu deslumbramiento ante la sabiduría humilde y el aura de santidad que parecía desprenderse de nuestro admirado Antonio Porchia. Te veo aún subyugada por la personalidad de Arturo Cuadrado, a quien le faltaba la barba y le sobraba un brazo para parecerse a aquel funambulesco don Ramón María del Valle Inclán; el increíble Arturo Cuadrado, que fue amigo del autor de “Las sonatas” y editó tu primer libro en los años iniciales de Botella al mar.

Te veo todavía, Alejandra, por la calle Lambaré, en Avellaneda, donde estaba la casa de tus padres, en cuyo zaguán nos sentamos una noche, de regreso de una reunión literaria, a recitarnos versos. Te evoco por Viamonte, la cuadra de la facultad de Filosofía y Letras, especialmente aquella tarde en la que a poco de doblar por Reconquista te detuviste ante los cajones con manzanas de una frutería expuestos en la vereda, y tanto te maravilló la presencia carnal de una manzana, su rojo brillante, su aroma con reminiscencias de Paraíso y de pecado, que te apoderaste de ella y saliste corriendo –yo contigo- mientras el frutero, advertido del hurto, levantaba su puño amenazante mientras nos insultaba desde la puerta de su negocio.

Aquello fue una travesura de niños. Yo entonces no lo era tanto, pero tu compañía, Alejandra, tenía la virtud de devolverme a la atmósfera inocente y alegre de la infancia. Éramos dos hermanos unidos por comunes hallazgos, a quienes no consiguen separar con el tiempo, temperamentos o convicciones distintas. Porque en materia de poesía seguimos caminos aparentemente opuestos. Yo opté por la comunicación y el sentimiento –un día me dijiste, sonriente-, que era un sentimental sin remedio, un poeta de otra generación que moriría aplastado por una lágrima-. Vos elegiste el camino más arduo y oscuro, el más alucinante y angustioso, el de aquellos poetas abismales y reveladores que ofrendaron su destino en el altar de la poesía y ardieron en su fuego.

Cuántas veces hablamos sin discutir jamás -¿te acordás, Alejandra?- en tu pequeña habitación de la calle Lambaré, y después, cuando te mudaste a Montes de Oca, en Barracas, en aquel otro cuartito repleto de libros, afiches y collages. Recuerdo un gran cartel en el que aparecía Gerárd Philipe comiéndose un libro. Por aquella época me confesaste tu amor por el gran actor francés y me envidiabas porque en mi próximo viaje a París iba a tener oportunidad de verlo. Gérard Philipe murió cuando yo llegué a la ciudad inteligente. Supongo cómo habrás sufrido al recibir la noticia.

El relato de mis andanzas parisinas avivó más aún tu deseo de vivir en la capital de los poetas y marchaste hacia allí un año después. Conservo tus cartas con sus renglones de letra menuda, infantil, y sus viñetas de muñequitos encantadores. En París conociste a Simone de Beauvoir y a Sartre, a Octavio Paz y a otros grandes nombres de la literatura universal, pero, como aquel Malte Laurids, de Rilke, intimaste también con la soledad. La soledad ya no te abandonaría nunca.

En una de esas cartas me dijiste en francés: “je ne desire qu´un ange”. Deseabas un ángel porque vos también eras un ángel. Pero un ángel exiliado, desterrado, o para decirlo mejor: descielado.Y porque eras un ángel decidiste un día regresar al mundo mágico de la noche sin tiempo y la verdad sin memoria. Es decir, al reino de la inocencia, donde no caben ni la memoria ni el tiempo. Pero antes de dejarnos, nos entregaste tus pequeñas palabras, las desoladas o luminosas señales donde aún sigues nombrando el misterio que canta en el rojo brillante de una manzana o acecha desde un frasquito con barbitúricos.

De entre esas palabras, quiero recordar la de un poema que me regalaste, manuscrito, al poco tiempo de conocernos, en aquellos días que caminábamos juntos las calles de tu adolescencia. Cuando las escribiste no tenías veinte años y sin embargo ya alentaba en los versos la Alejandra lúcida y al mismo tiempo sombría, dura, torturad, que fuiste en la última época. El poema no tiene título sino esta dedicatoria: “Antonio: entonces el ángel que firma con mi nombre me dictó este poema para ti”. Y los versos son éstos:

Afuera hay sol.

No es más que un sol

pero los hombres miran

Y después cantan.

Yo lloro debajo de un suspiro.

Yo agito pañuelos en la noche

y barcos sedientos de realidad

bailan conmigo.

Yo oculto clavos

para encarnecer a mis sueños enfermos.

Afuera hay sol.

Yo me visto de cenizas.

Afuera sigue saliendo el sol, Alejandra, para alumbrar las mentiras que no quisiste aceptar. Vos, del otro lado, del lado de la verdad, de la inocencia sin tiempo y sin memoria, quizás estés ahora ofreciéndole a un ángel parecido a Gérard Philipe aquella manzana que una vez hurtaste en un rapto de poesía.







Llegar, querida, llegar


Estoy llegando, como siempre, gota a gota,
a fin de mes, amor, enajenado, sordo, quieto.
Con tres peniques me siento Dylan Thomas
y diecisiete florines hacen que sea Freud.

A fin de mes, mi amor, para llegar, pruebo volando.
Me juego dos quinielas, recuerdo dos poetas, amor,
y beso la cúspide de mi esperanza de volar cuando,
en silencio, entre versos, le pido a Dios: Piedad.

Alas, Dios, para llegar hasta mi amada a fin de mes.
Pequeñas alas muertas, cielos de luz para mi mente.
Alma, un poco de alma, Dios, para llegar a fin de mes.

Después pasan las horas y arañando un sentido,
llego hasta tus senos, amor, a fin de mes. Loco,
embrujado, alegre, enamorado por llegar.

Miguel Oscar Menassa "Poemas y cartas a mi amante loca, joven, poeta, psicoanalista"
Intelectual sin clase definible


Intelectual, sin clase definible,
abierto a la sospecha de las horas,
obrero de la nada, patrón del tiempo,
inefable poeta del amor y la muerte.

No vengo, por ventura, buscando nada.
Ni las ondas malignas de nostalgia.
Ni el corazón sangrante de un poema.
Ni el fugitivo dinero, ni personas.

Estoy aquí por los olores del viento.
Por la penetrante caricia de las olas.
Por palpitantes estrofas, por palabras.

Por palabras dispersas sobre todo el océano,
por un océano frío, abierto en mi garganta,
por esas perlas negras arrancadas del alma.

Miguel Oscar Menassa "Poemas y cartas a mi amante loca, joven, poeta, psicoanalista"
Querida:

Deletreo tu nombre,
empecinadamente,
doy vueltas tu nombre
escribo tu nombre,
hago con tu nombre una canción.

Enquistado,
echo babas a mi alrededor
y crezco.

Miguel Oscar Menassa ""Poemas y Cartas a mi amante loca, joven, poeta, psicoanalista"

Dijo Menassa: 
                        "Cuando destrabo la soledad de su opuesto vulgar, estar acompañado, la soledad cobra dimensiones universales y ahí no es necesaria la falta de compañía para alcanzar la soledad"

"Nadie concibe el futuro como determinando nuestro presente"

"Se me ocurre que debería ser como soy, bajar hacia los abismos que nadie baja, SABER. Reconozco no saber nada acerca de lo que escribo. Hoy se me da por tener asco de todos los emblemas"

"Preferí siempre equivocarme, andar a tientas. No seguir en general ninguna dirección, llegar a los lugares casualmente"

"Una interpretación psicoanalítica debería sorprendernos a todos"
Queridos: 
                  Viví una vida sensacional, como si mi guarida fuese un laboratorio de última tecnología y después de varios ensayos y errores, llegaba a una verdad pequeña, para sostener que todas las horas que vivía, eran un invento de mi rebeldía.
A nada me adapté y pocas fueron las veces donde detuve mis pasos frente a la incompletud, lo no posible, lo lejano.
Viajaba ambicionando todo lo que hoy puedo pensar, tenía siempre cerca, casi a mi lado, conmigo, pero yo creía que eso que tanto buscaba, estaba lejos, en otros horizontes, diferentes ideas que siempre desechaba por la rigidez que sentía en las palabras que las expresaban.
De todo me alejaba porque fue imposible aceptar que había cosas imposibles. 
Tuve reconocimientos de los que me burlaba y una necesidad exagerada por sacarle la careta a los imbéciles, domesticados e infelices, cuyas palabras no tocaban algo de lo humano.
Creía pertenecer a cualquiera de los otros reinos, menos al humano. La civilización me parecía siempre, acordar con un destino equivocado y cuando se trataba de desear algo, todo era demasiado fácil.
Nunca quise tranquilizarme, cumplir con las obligaciones como todos lo hacían y algo pasó que fui disculpada.
Tanta insistencia en mostrar esa gran pasión que despiertan las diferencias, todo lo que lograba lo dejaba, como si no tuviera preferencias por esto o por aquello.
Yo no necesitaba nada.
Escribía y eso era una manera de hablar con todo el universo, dioses y demonios de todas las mitologías y escribiendo era posible que la claridad tuviese mas que ver con los oscuro que con lo visible.
Ahora me gustaría cambiar, todas las veces que los hechos no acuerden con mis deseos.
Ahora quiero conocer mis deseos y eso no significa que tenga que alcanzar algo que me falta, sino más bien, ser capaz de tener lo que tengo.
Fui haciendo cosas y trabajé siempre y gocé casi siempre y pocas veces lloré y pocas veces sentí que los pasos dados fueron equivocados. Sospechaba hacer un camino y agradecí mi escucha, alguien hablaba conmigo.
Dejaba que todo sucediera sin estar yo en lo que iba sucediendo, una especie de lealtad a una maquinaria que imaginaba perfecta.
Decía Menassa: "dirán de mí, no se aburría ni consigo mismo, toda realidad era apasionada, todo misterio tenía su alegría"

Querido:
               Ignoraba que el amor brota en un camino solitario como una brisa, un pequeño aire. Como niños encantados por inventar historias, hablábamos de lo inesperado, de lo imposible.
               Las palabras eran la música que ambos admirábamos y pasaban las horas hasta que llegara el sueño.
               Sin brújula, nuestro mar era amar la belleza de todas las partidas. Estaba a tu lado como los árboles grandes al costado del río, esperando nutrirme con tu oleaje.
               Como lobos hambrientos, nos sentábamos cerca del fuego y nos alimentaban sus llamas.
                Sucios y desprolijos como los vagabundos, profundizábamos las sombras.
                Cuando todos los los leños se quemaban, como acróbatas caíamos en el silencio del templado sueño y la apariencia nos pretendía enamorados. Oscuro amor de paso.